domingo, 2 de octubre de 2011

El drama cotidiano de un vendedor ambulante en Bogotá

Bogotá, ciudad capital con más de 7 millones de habitantes, cientos de parques, ciclo rutas y mucho entretenimiento; capital mundial del libro en el 2007 y también como la mejor ciudad Bienal de Venecia en el 2006. Esta maravillosa ciudad que tras sus encantos, tiene cicatrices que muchos quieren ocultar con el maquillaje de la indiferencia.

En Bogotá según las encuestas hay más de 200.000 desempleados; personas que luchan el día a día para lograr sobrevivir en esta jungla de asfalto; pero hay que recalcar que de los 200.000 bogotanos aproximadamente 60.000 son vendedores ambulantes, como es el caso de Rafaela que será nuestro personaje principal.

Rafaela o Rafita como le dicen las personas que la conocen lleva ya 38 años trabajando como vendedora ambulante. Todos los días muy a las 4.30 de la mañana se levanta a prepararse su café matutino; con cada sorbo piensa en lo que le podrá deparar el día, si será bueno o malo, si lloverá o hará sol o si estará a salvo de los policías que tanto atormentan a los vendedores informales, como ella.

Son las 5.30 de la mañana y Rafita sale de su casa ubicada en el barrio La Paz, al sur de la ciudad, se dirige normalmente a la avenida donde espera el bus que le llevará a un día más de trabajo. Su espera se torna ansiosa en ocasiones cuando el transporte público se retrasa o simplemente sigue derecho sin recogerla, cosa que molesta a Rafita ya que a ella no le gusta hacer esperar a sus clientes.

Su recorrido hasta la carrera séptima con 31 donde se encuentra su puesto de trabajo, tarda una hora con quince minutos, tiempo que se le hace eterno a Rafita cuando le toca irse de pie en el bus, o completamente relajado si corre con suerte y encuentra un asiento dentro del bus desocupado, o simplemente cuando un caballero se lo cede como gesto de cortesía.

Al llegar a su sitio de trabajo se dirige a un parqueadero que queda sobre la carrera sexta, donde muy amablemente le guardan toda su mercancía sin ningún costo o tipo de arrendamiento. Saca su pequeño stand con varias canastas en donde se encuentra su mercancía de manera organizada, no tarda más de diez minutos en acomodar su pequeño puesto informal. Al final pone cuidadosamente su parasol de color rojo que termina dándole un toque de vida a la calle que parece olvidada.

Las ventas comienzan temprano, principalmente cigarrillos, aunque la nueva ley prohíba la venta de estos al menudo, Rafita lo hace ya que estos representan un porcentaje importante en sus ingresos. El día sigue trascurriendo al igual que las ventas, cigarrillos, mentas, dulces, gomas, papas, jugos, gaseosa, ponquecitos, chocolates y un sinfín más de productos que son el vivir de Rafita.

Llegado el medio día, también llega la hora del almuerzo, el hambre se comienza a notar y Rafita lo único que tiene que hacer es esperar; todos los días y casi a la misma hora, baja José, quien es un mesero de un restaurante ubicado dos calles más abajo, José le dice el menú a Rafita normalmente, como si se estuviera dirigiendo a su mejor cliente, y así es. Ella le dice lo que quiere y ya sólo es cuestión de esperar a que José vuelva con su almuerzo.

“Barriga llena, corazón contento” dice después de haber terminado su vaso de jugo y culmina diciendo “a seguir trabajando”, y así es; después de la hora del almuerzo vuelve la misma rutina, de cigarrillos a gomas y de jugos a mentas, de una venta a la otra.

Rafita lleva 38 años trabajando como vendedora informal, de los cuales 14 ha estado en ese mismo sitio, 38 años luchando contra viento y marea para poder sacar a sus hijas adelante, no tiene ningún ideal político y le teme a los policías por percances que se presentaron años atrás cuando estos perseguían, destruían y le quitaban a los vendedores sus pertenencias.

Sueña y anhela con que terminen rápido la adecuación de la carrera séptima ya que debido a esta obra, el nivel de transeúntes ha bajado y por consiguiente las ventas. Son las siete de la noche, ya han pasado 12 horas, Rafita se dispone a acomodar toda su mercancía y llevarla de nuevo al parqueadero donde la guarda, al salir le agradece a Dios con gran devoción haberle dado un grandioso día y permitirle irse para su casa con algo con que alimentar a su familia.

1 comentario:

Carolina Castro Parra dijo...

Muy buena crónica, le puliría unas cositas pequeñitas de redacción pero en general me gustó, tiene un toque literario particular. Supongo que la hiciste para la U, cómo te fue?